lunes, 16 de diciembre de 2013

Amor en el Don Juan Tenorio

El Don Juan Tenorio de Zorrilla es la personificación literaria más popular que se haya hecho del legendario personaje “don Juan”, que ya había sido inmortalizado con anterioridad por grandes escritores como Tirso de Molina, Lord Byron o Molière. En la obra, Zorrilla presenta, y con bastante éxito, preocupaciones, sentimientos y deseos de los españoles del siglo XIX. Para ello, utiliza todo tipo de recursos para intensificar la acción y dotarla de mayor teatralidad.

Como algo usual de la época, los románticos españoles preferían expresar su visión del mundo aludiendo a unos temas que, básicamente, coinciden en el fondo y con el enfoque tradicional del romanticismo europeo. Como en todas las épocas, siempre están presentes los sentimientos del hombre ante unos valores básicos y muy repetidos: el amor, la religión, la vida, la muerte...

El amor es la clave para los románticos. No se trata de un amor sereno y sosegado, sino más bien un amor desatado, furioso incluso ciego. En relación con esta visión del amor surgen una estimativa diferente y un papel nuevo de la mujer. Era usual ver la figura de la mujer como un ángel de amor, una persona inocente, muy bella, fuente de ilusiones para el corazón del hombre. El sufrimiento que padece doña Inés queda patente a la hora de su muerte. Una muerte que se produce de pena, al comprender que don Juan y ella nunca podrán estar junto a pesar de amarse profundamente el uno al otro.

Nuevamente el alma de don Juan aparece como una especie de Satanás, de un ser con poderes satánicos. Esto quedará solucionado al final de la obra cuando doña Inés intercede por su figura para salvarle de la condena del infierno, que es lo que pretendía desde el primer momento la aparición de el Comendador y logra que ambos suban al cielo entre un apoteosis de ángeles y cantos celestiales.

Opuesto al desenlace de la obra, hemos elegido unos versos donde aparece la actitud frívola, díscola y chulesca del personaje protagonista. En esta secuencia, don Juan ejerce un poder atractivo muy elevado para las mujeres que son sus víctimas:

DON LUIS:
¡Por Dios que sois hombre extraño!
¿Cuántos días empleáis
en cada mujer que amáis?

DON JUAN:
Partid los días del año
entre las que ahí encontráis.
Uno para enamorarlas,
otro para conseguirlas,
otro para abandonarlas,
dos para sustituirlas,
y un hora para olvidarlas.

Tras este parlamento, podemos ver cómo don Juan sale victorioso y triunfante de su fin, pero no contaba con que quedaría atrapado por su propia trampa. Tanta fue la insistencia por conquistar a doña Inés, que puso en su tarea todo el empeño y el alma; incluso tuvo que superarse a sí mismo. Sin embargo, el burlador del amor cayó en los lazos del amor.

Finalmente, algo muy característico también que debemos destacar de esta obra es el escenario empleado: la naturaleza y la ciudad. Por una parte, se juega con una naturaleza que se presenta, sobre todo, en sus formas agrestes y salvajes. No es el jardín cuidado e idealizado, sino el bosque sombrío y lleno de peligros, el cementerio, las tumbas abandonadas o abiertas... siempre en un ambiente nocturno. Los románticos tenían predilección y gustan de asociar estos elementos naturales con los sentimientos. No hay que olvidar que la primera parte de la obra se sitúa en la ciudad; mientras que la segunda, gran parte, transcurre en el panteón de la familia.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Puente hacia un nuevo héroe

            El “Don Juan” ha sido una estampa con muchísimo recorrido en el Romanticismo, especialmente, sirviendo de foco central para la dramaturgia del momento: Macías, de Larra, La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas, El trovador, de García Gutiérrez, Los amantes de Teruel, de Hartzanbusch, o incluso El estudiante de Salamanca, de José de Espronceda. No obstante, José Zorrilla dará un sorprendente vuelco a dicho personaje en su Don Juan Tenorio, como veremos.

            Desde el principio, Zorrilla concibió su obra intensamente cristiana, en comparación  con el resto de representaciones paganas del romanticismo de su época, y ello lo observamos abiertamente desde la concepción del amor por parte del autor. En el Don Juan Tenorio, el amor romántico comienza adoptando forma de poder, rebelión y fuego, así como una liberación de los poderes del Antiguo Régimen. Sin embargo, lo que Zorrilla acabará defendiendo no es el incendio de amor, ni el volcán violento, pese a que ello tenga mucha presencia en el alma del drama, sino que apuesta por el concepto tradicional de amor puro, casto y espiritual del Antiguo Régimen. De este modo, en el desenlace descubrimos la salvación redentora no sólo ya de un amor romántico, sino más bien de una sociedad ordenada y de una salvación cristiana de la misma. Así pues, hay algo más que pasión y rebeldía desenfrenada.

            Para nuestro análisis, nos centraremos fundamentalmente en nuestro “Don Juan”, en don Juan Tenorio. En un principio, somos testigos de unos versos que lo retratan según el canon de héroe romántico: es, ante todo, un rebelde por naturaleza, además de orgulloso y egocéntrico; ama a muchas mujeres, mata por gusto, no acepta las restricciones sociales (representadas por ejemplo en las potestades de don Diego y don Gonzalo); lo motivan la arrogancia, el lujo, la codicia y la aventura; desafía a quien sea para alcanzar sus metas, sin respetar ni temer a nada ni a nadie; a veces se ve en necesidad de ir embozado para huir de las autoridades, etc. Sin embargo, advertimos poco a poco puntos que lo separan de este prototipo romántico: por ejemplo, tiene fortuna y prestigio, y al principio no es presentado como un personaje noble, obediente e inocente, sino que se expone su maldad, sus crímenes y sus pecados, sin tapujos; se muestra al personaje tal cual es:

                       Por donde quiera que fui,               Yo a las cabañas bajé,
                               la razón atropellé,                             yo a los palacios subí,
                               la virtud escarnecí,                            yo los claustros escalé,
                               a la justicia burlé                                y en todas partes dejé
                               y a las mujeres vendí.                        memoria amarga de mí.

            No obstante, lo que realmente distinguirá a Don Juan Tenorio, a diferencia de los otros “Don Juanes”, es la novedosa actitud que tomará a partir de las últimas escenas de la primera parte y toda la segunda parte, consecuencia de la vuelta al Antiguo Régimen por parte del autor, que pretende transmitir un mensaje confortable y religioso.   La trayectoria de nuestro protagonista circulará del mal al bien, de lo negativo a lo positivo, de la frustración a la esperanza, de la criminalidad a la bondad, de la insurrección a la humildad, al contrario que los tradicionales héroes románticos y contemporáneos a él.

            Por otro lado, su memorable arrepentimiento al final, que cancela la rebelión romántica y lo transforma paradójicamente en ángel, mensajero de la esperanza y de la Buena Nueva.  Don Juan es víctima, podríamos llegar a decir que hasta mártir, no sólo de un amor ardiente y apasionado, más tarde incontrolable y violento, sino también de su naturaleza, de un destino trágico en el fuego infernal.  Cuando entra en el panteón de su familia, ese volcán de amor sufre una serie de transformaciones: parte de ser una imagen cuyo poder lo amenaza y confunde a luego convertirse en un fuego purificado y en cierto modo místico por la Fe sólo gracias a su arrepentimiento y a la intervención redentora de doña Inés. Y es que lo único que puede dominar el fuego volcánico y explosivo es la vuelta al bien, al amor espiritual y divino.

                ¡Aparta, piedra fingida!                                                   da a un alma la salvación
                suelta, suéltame esa mano,                                              de toda una eternidad,
                que aún queda el último grano                                        yo, Santo Dios, creo en Ti;
                en el reló de mi vida.                                                        si es mi maldad inaudita,
                Suéltala, que si es verdad                                                tu piedad es infinita…
                que un punto de contrición                                             ¡Señor, ten piedad de mí!


            A modo de conclusión, señalemos que, aunque no a simple vista, don Juan Tenorio jugó un papel realmente trascendente en la renovación de la figura predeterminada del protagonista romántico, aceptando y adoptando en sí y para sí todo aquello contra lo que luchaba el héroe contemporáneo a él.  Es, en definitiva, el paso del héroe romántico al gentilhombre que navega a contracorriente, surcando los océanos literarios del incipiente siglo XIX.


Amor, fuego abrasador

            El amor ha sido, es y será siempre un asunto esencial de la vida de cada ser humano, forjándola y conduciéndola por sus diversas sendas, unas más halagüeñas y favorables que otras. Nosotros concentraremos nuestra atención en la historia que acaba germinando entre doña Inés y don Juan Tenorio, regada y nutrida por una apuesta, una osadía, una pirómana pasión, una pura e inocente alma, unos años de silencio y una viva esperanza al final… Sí, hablamos de una revolucionaria obra en el contexto romántico; hablamos del Don Juan Tenorio, drama escrito por José Zorrilla cuya primera edición fue publicada en 1844, seguida de tres tiradas nuevas en 1845, 1846 y 1849.

            Observamos cómo el amor se va transformando y cobrando forma y fuerza conforme la obra va simultáneamente creciendo y dando sus primeros pasos. Si pudiéramos reunir todo el contenido amoroso de este drama religioso, usaríamos la palabra fuego, y con ella todos sus derivados: hoguera, chispa,  llama, volcán, imágenes pirotécnicas que reflejan la intensidad de la pasión amorosa o, por el contrario, un inevitable y eterno tormento.

            Siguiendo las huellas del catedrático David T. Gies, descubrimos al fuego como punto central en esta ficción, actuando como casi un personaje con  suficiente poder como para manejar a su antojo la voluntad de los protagonistas. Es un elemento que puede ser tan abrasador y purificador como condenatorio e infernal, una llama amorosa o un sol ardiente cuyo refulgente albor crece hasta transformarse en algo terrible y voraz. Advertimos esta fogosidad, por ejemplo, en la carta y en las palabras de amor que ésta incluye, quemando asimismo la inocencia de doña Inés:

            Ay, se me abrasa la mano                              (Lee)
            con que el papel he cogido.                                       “En vano a apagarla
            […] No sé… El campo de mi mente              concurren tiempo y ausencia,
            siento que cruzan perdidas                            que doblando su violencia,
            mil sombras desconocidas                             no hoguera ya, volcán es.
            que me inquietan vagamente;                         Y yo, que en medio del cráter
            y ha tiempo al alma me dan                           desamparado batallo,
            con su agitación tortura.                                suspendido en él me hallo
                                                                                    entre mi tumba y mi Inés”.

            Todo tendría su origen en una fortuita chispa, en una pequeña hoguera, en algo tan sencillo e insignificante como una llamita que, casi sin poder advertirlo a tiempo, ya ha crecido y en un incontrolable fuego se ha convertido. He aquí la naturaleza del amor, un recorrido in crescendo:

            De amor con ella en mi pecho                        y esta llama que en mí mismo
            brotó una chispa ligera,                                  se alimenta inextinguible,
            que han convertido en hoguera                      cada día más terrible
            tiempo y afición tenaz;                                   va creciendo y más voraz.

            Durante el Barroco, este fuego se entiende como una irrupción diabólica, una ruptura de leyes divinas y humanas que constituyen el mundo ético y creador de la cultura. Sin embargo, en el Romanticismo nos encontramos con un fuego explosivo, un yo satánico, una rebelión triunfante sobre el ideal de sumisión; el fuego ha pasado del caído espíritu de Satanás al alma gloriosa del héroe romántico.

            Doña Inés, a diferencia de las protagonistas heroínas del Romanticismo, posee la esencia del amor cristiano. Es decir, su amor no es un trivial amor de mujer, sino un amor de caridad cristiana, por lo que aquí el mismo amor ha dado un paso más en su progreso, no se ha quedado en lo prácticamente carnal. De este modo, vemos en doña Inés a una mujer resignada, generosa e inocente, a un alma que se sacrifica por un amor incondicional. Después de ser seducida por don Juan Tenorio, será ella quien se “queme”, no el convento. Y en cuanto a esto último, es muy curioso que don Juan Tenorio salvase a doña Inés de las “llamas” de aquel convento, pues mucho más tarde, en el desenlace de la obra, es Inés quien salva a don Juan del fuego infernal.

            Por otro lado, nuestro don Juan Tenorio, consciente del poder de seducción de sus palabras. Ya desde el comienzo del drama, nuestro protagonista aparece tremendamente enraizado con el fuego, la luz y el volcán, que más tarde lo transformarían en ceniza en la última extinción de su misma existencia. En definitiva, Don Juan es el propio fuego y su alma es propiamente una copa de ardor y perversidad. Hay personajes que lo testifican, tales como el escultor, que tomará la palabra en la segunda parte y dice: “Tuvo un hijo este don Diego / peor mil veces que el fuego, / aborto del abismo”.  Don Juan corre paradójicamente el riesgo de condenarse a ser fuego y a arder eternamente en esta forma después de haber usado precisamente el fuego para seducir a doña Inés.  Zorrilla evitará que don Juan acabe condenándose y transforma el fuego condenatorio e infernal en un fuego divino y purificador. Así, nuestro protagonista reconoce su culpa arrepentido y acepta la gracia divina en forma del amor de doña Inés, la cual resurge de su sepultura y le tiende una mano para salvarlo, la misma mano que se abrasó con aquella carta años atrás… Y es entonces cuando le damos paso a la magia…

            Cae don Juan a los pies de doña Inés, y mueren ambos. De sus bocas salen sus almas representadas en dos brillantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música. Cae el telón.


            Únicamente nos cabría añadir que doña Inés y don Juan Tenorio, víctimas de la piromanía de su creador, José Zorrilla, dejaron que las llamas de la pasión encendieran sus almas hasta que en mismas llamas ascendieron al cielo.


Están respirando amor

Nos encontramos ante la obra más representativa del teatro romántico español, Don Juan Tenorio. Nuestro protagonista es osado con las mujeres, valiente con los hombres y atrevido con los difuntos.

“Acuérdate de quien llora
al pie de tu celosía
y allí le sorprende el día
y le halla la noche allí;
acuérdate de quien vive
solo por ti, ¡vida mía!,
y que a tus pies volaría
si le llamaras a ti”.

La segunda parte de la obra (y para muchos la más bella), se representa en un panteón donde un escultor pone fin a su obra; una estatua de don Diego, otra de don Luis y finalmente una de doña Inés. Cuando don Juan aparece en aquel lugar pregunta sorprendido al escultor la historia de este cementerio. Éste le cuenta que don Diego prometió hacer heredero a la persona que se encargara de convertir este lugar en un panteón que acogiera a las víctimas de su hijo. Tenorio se queda atónito al percatarse de la estatua de Inés. Tras quedarse solo en el lugar se acerca a ella diciendo: “Mármol en quien doña Inés en cuerpo sin alma existe”. Le suplica un hueco en su sepulcro: “que desperdicio de juventud encerrada en un ataúd”. Mientras él llora aparece un vapor que hace desaparecer la escultura. Y de repente, Inés aparece para contarle el pacto que ha acordado con Dios. Le ofreció su alma pura a cambio del perdón de don Juan; y Dios, al ver lo que ella le amaba la hizo esperarle en su sepulcro. Si con el paso del tiempo él volvía ambos se salvarían, sino sus almas se perderían. Por ello, Inés ruega a don Juan que limpie su conciencia a través del perdón.

El motivo de su muerte, según explica el escultor, fue la gran pena que en su corazón quedó al volver al convento tras haber probado y conocido el amor en brazos del famoso don Juan Tenorio. Inés le protege de las sombras que comienzan a aparecer junto a él.

En esta obra Zorrilla hace un canto encendido a la pasión y al amor verdadero, además de revivir a la figura del libertino. La actitud de Tenorio cambia a raíz de su idilio con Inés, el amor nos muestra a un don Juan más humanizado. Por ella renuncia a ser un conquistador, siendo capaz de aceptar las normas sociales y abandonar su eterna soltería para unirse a ella en matrimonio. Se trata, por tanto, de un personaje que está en continuo crecimiento. El triunfo del amor se produce una vez muertos los amantes (amor post mortem).

La bella creación del personaje de doña Inés, ese ángel de amor, va adquiriendo importancia a medida que avanza la obra, siendo una pieza clave en el desenlace del drama. La sitúa como intermediaria entre el cielo (pacta con Dios para que perdone a su amado) y la tierra (los placeres mundanos, o más bien, los pecados de don Juan). Inés alimenta una fuerte llama de amor por él en la soledad del convento. Y aquí a la única razón que se sigue es a la del corazón. Esta manera de solucionar el conflicto supone una innovación romántica que nos viene de la mano de Zorrilla, y es conocida como la salvación del libertino a través de un amor verdadero.

Héroe donjuanesco

La obra comienza teniendo como escenario una posada, donde se fragua la idea de que un duelo tendrá lugar próximamente. De esta manera, Tenorio será retado por don Luis Mejía. Se percibe en don Luis una personalidad paralela a la de don Juan.
Zorrilla enumera las conquistas de ambos, saliendo triunfante don Juan con setenta y dos, por encima de las cincuenta y seis de don Luis. Las conquistas de Tenorio han recorrido toda la escala social. Luis, a quien Juan califica de mal perdedor, propone un último reto a Tenorio; enamorar a una novicia que está a punto de entrar en la orden. Don Juan acepta sin pensarlo, y no solo eso, sino que además amplía la apuesta añadiendo a su lista de conquistas a la mismísima prometida de don Luis.
En este romance entre Luis y Ana de Pantoja, se da de nuevo la tradicional costumbre del matrimonio de conveniencia. No existe entre ellos un amor verdadero, al igual que ocurría entre Paquita y don Diego en El sí de las niñas. La diferencia está en que, en este caso, la persona adinerada no es el hombre sino Ana de Pantoja. Aunque su futuro matrimonio esté movido por el interés, Luis siente miedo de perder a doña Ana:
Ana:
Y ¿qué hay que te asombre en él,
cuando eres tú el dueño de mi corazón?
Luis:
Doña Ana, no lo puedes comprender,
de ese hombre sin conocer nombre y suerte.
Ana:
¡Bah! Duerme, don Luis, en paz,
que su audacia y su prudencia
nada lograrán de mí, que tengo cifrada en ti
la gloria de mi existencia.
La conquista para don Juan se produce de la siguiente manera; un día para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas. Al leer este discurso se observa la concepción que se tiene de la mujer como un objeto. Don Gonzalo, padre de Inés, tras escuchar el discurso de ambos jura a Tenorio no permitir la unión con su hija. Pero don Juan se ríe y le asegura conseguir a la joven con o sin su consentimiento. Aparece aquí nombrada por Gonzalo la fuerza que ejerce Dios, quien dice ser un justiciero que le pondrá en su lugar cuando llegue el juicio final.
El padre de Tenorio pretende emparentarse con los Ulloa y por ello planea una boda con Inés (otro ejemplo más de matrimonio de conveniencia). Este enlace nunca terminó de convencer a don Gonzalo, quien siempre prefirió el convento para su hija.
Tras conseguir conquistar a doña Ana, utilizando para ello el engaño y la mentira, don Juan se dispone a entrar en el convento de doña Inés. Para Inés la carta que encuentra de Tenorio le supone algo incorrecto, tanto es así que reconoce quemarle el papel en las manos. Don Juan llama en su carta a Inés paloma sin libertad. A causa del engaño que Inés sufre de manos de Brígida, don Juan saca a la joven del convento.
Y así, el 4º acto cambia de escenario; nos traslada al campo de Tenorio donde mantienen escondida a Inés. La joven despierta y su conciencia no le permite continuar en ese lugar, no quiere ver su honor manchado; y mucho menos, el de su padre. Por eso, obliga a Brígida a marcharse de allí. Doña Inés es sorprendida por don Juan cuando trata de escapar, por ello él utiliza la belleza del lugar para convencerla de permanecer junto a él. Nos recuerda al locus amoenus; el lugar idílico para desarrollar un amor verdadero. Además, el amante utiliza a Dios para convencer a la joven de que ese amor no proviene de Satán.

Y aunque ella en un principio se muestra reacia, más tarde no puede resistirse y afirma: “¡don Juan!, ¡don Juan! Yo lo imploro de tu hidalga compasión; o arráncame el corazón, o ámame porque te adoro”.

Elvira, amor del estudiante un día

Espronceda nos presenta a los amantes haciendo una descripción detallada de cada uno. Comienza con él, Don Félix de Montemar, de quien destaca su altanería, insolencia y osadía, entre otros aspectos. Encontramos una identificación con el Don Juan Tenorio, de quien parece ser su sucesor. Su valentía más que admirarse se castiga, ya que no se habla de él como un hombre valeroso en la guerra o en asuntos de espadas, sino más bien en conflictos de amor, tema en el que esa actitud tan insolente causa daños. Por ello, la descripción que hace Espronceda sobre él difiere mucho de la que realiza sobre la figura de Elvira. El autor describe así al atrevido estudiante:
Segundo don Juan Tenorio
alma fiera e insolente,
irreligioso y valiente,
altanero y reñidor,
[…]
En los labios la ironía,
nada teme y todo fía
de su espada y su valor.
[…]
Que su arrogancia y sus vicios,
caballeresca apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza a igualar.

A continuación manifiesta la actitud que el estudiante adopta con las mujeres, a quienes dice despreciar y dejar en el olvido una vez consigue su único fin, seducirlas.
Corazón gastado, mofa
de la mujer que corteja,
y hoy despreciándola deja
la que ayer se le rindió.
[…] ni recuerda en lo pasado
la mujer que ha abandonado,
ni el dinero que perdió.
Una vez presentado el fingidor amante, como lo llama Espronceda, será Elvira la próxima en mostrarse:
Bella y más pura que el azul del cielo
con dulces ojos lánguidos y hermosos
[…] ángel puro de amor que amor inspira,
fue la inocente y desdichada Elvira.

Desde el principio el autor nos sitúa a Elvira como víctima y a Don Félix como el culpable de la desdicha de ella. Abre su corazón al amor de un hombre que le miente y utiliza, aunque el engaño venga disfrazado bajo un dulce amor: “la miel falaz que de sus labios mana […] que oculto en la miel hierve el veneno”.

Su ilusión le nubla la razón, y confía ciegamente en él, pues se confiesa satisfecha de su amante: “dulces caricias, lánguidos abrazos, placeres que duran un instante que habrán de ser eternos imagina la triste Elvira en su ilusión divina”. Destaca su virginidad y pureza de alma, que hace que: “todo lo juzgue verdadero y santo”. Encontró en él la razón de su existir: “cifró en Don Félix la infeliz doncella, toda su dicha de su amor perdida”. Elvira suspira y llora al evocar su felicidad pasada, y se convierte en un símbolo de mujer que creyó encontrar en el amor la satisfacción de sus anhelos hacia lo infinito. El amor se concibe como ideal inalcanzable. La pureza e ilusión de Elvira se convierten en el soporte del amor que siente, pero la realización de este sentimiento engendra impureza. Lo que más alto hace ascender al espíritu del hombre lleva en sí, inevitablemente, el germen de la corrupción.

El amor en la obra se presenta como un frenesí, un desvarío que conduce a Elvira a la blasfemia, a la negación. Esta pasión será la que le haga delirar y anhelar “el bien pasado”, y sufrir por “el dolor presente”.

La separación de los amantes será otro tema tratado por Espronceda. Rompen su unión por voluntad de él, de Montemar, quien decide abandonar a Elvira.

En el Estudiante de Salamanca el autor identifica a la joven con una rosa, reflejo de la vida breve de estas flores. Las flores deshojadas son símbolo de ilusiones perdidas:

Deshojadas y marchitas,
¡Pobres flores de tu alma!
Hojas del árbol caídas
juguete del viento son;
las ilusiones perdidas
¡Ay! Son hojas desprendidas
del árbol del corazón. 

sábado, 14 de diciembre de 2013

REDENCIÓN AMOROSA


Don Juan Tenorio simboliza la clausura de un romanticismo liberal o rebelde y la entrada en un romanticismo que se acoge más a la moral católica tradicional, con un espíritu más conservador. Esta consideración sería de vital importancia a la hora de plantearse cómo se desenvuelve el desenlace de los personajes y, especialmente, el de don Juan.

El personaje de don Juan, siguiendo las pautas de la leyenda donjuaniana nacida a finales del siglo XVI y explotada magistralmente por autores barrocos como Tirso de Molina en su Burlador de Sevilla, se presenta desde el principio como un ser descreído, irreverente y satánico, al que parece no importarle la salvación de su alma (en este sentido, Don Juan se aproxima bastante al titanismo representado por Don Félix de Montemar en El estudiante de Salamanca). Ahora bien, a diferencia de Félix de Montemar, el protagonista de Don Juan Tenorio se muestra (al final de la obra) arrepentido por sus pecados:

DON JUAN:
¡Clemente Dios, gloria a Ti!
Mañana a los sevillanos
aterrará el creer que a manos
de mis víctimas caí.
Mas es justo; quede aquí
al universo notorio
que, pues me abre el purgatorio
un punto de penitencia,
es el Dios de la clemencia
el Dios de Don Juan Tenorio.

En sus últimos momentos, estando en el panteón de la familia Tenorio, don Juan pide clemencia a Dios para que Éste se apiade de él y lo perdone. Ese arrepentimiento hace factible la posible salvación del alma de don Juan.  Pero es doña Inés la que ocupa un lugar inexcusable en la salvación de don Juan: doña Inés, llevada por su amor puro y honesto, ofrece a Dios su alma en precio del alma impura de Don Juan, algo que sería posible incluso desde un punto teológico.
 
DOÑA INÉS:
Yo mi alma he dado por ti
y Dios te otorga por mí
tu dudosa salvación.
Misterio es que en comprensión
no cabe de criatura,
y sólo en vida más pura
los justos comprenderán
que el amor salvó a don Juan
al pie de la sepultura
 
Doña Inés entregaría su alma en redención de los pecados cometidos por don Juan. Desde este punto de vista, el amor de doña Inés respecto a don Juan resultaría redentor y salvífico. Esta interpretación justificaría el subtítulo que recibe este drama de José Zorrilla, Drama religioso-fantástico en dos partes.

Como conclusión, podríamos decir que el desenlace de este drama romántico se ajustaría a un canon moral tradicional, en el que el amor actúa como fuerza redentora de los pecados de don Juan, haciéndose posible de esta manera la salvación de su alma.

 

viernes, 13 de diciembre de 2013

CAUTIVERIO AMOROSO A TRAVÉS DE LOS ARTIFICIOS DEL LENGUAJE

          La obra Don Juan Tenorio (1844) de José Zorrilla constituye uno de los ejemplos más genialmente representativos del drama romántico. Don Juan, el protagonista del drama, manteniéndose fiel a la línea iniciada por El Burlador de Sevilla (obra atribuida a Tirso de Molina), se presenta como un personaje que rompe con todas las normas morales, sociales o religiosas preestablecidas para entregarse al juego y al disfrute amoroso. La conquista de Doña Inés resulta para don Juan una de sus tantas peripecias temerarias: "Y si acierto a robar tan gran tesoro, te he de hacer pesar en oro". Estas palabras de Don Juan dirigidas a Brígida manifiestan que la intención de don Juan era "robar" a Doña Inés, es decir, sacarla del convento. Para ello, recurre a Doña Brígida, que desempeña el tradicional papel de la alcahueta, para que ésta opere (a través de la carta entregada por don Juan) un proceso de seducción amoroso-verbal sobre doña Inés.
 
Inés, alma de mi alma.                               
perpetuo imán de mi vida,
perla sin concha escondida
entre las algas del mar;

garza que nunca del nido
tender osastes el vuelo
al diáfano azul del cielo
para aprender a cruzar;
si es que a través de esos muros
el muro apenas miras,
y por el mundo suspiras,
de libertad con afán,
acuérdate que al pie mismo
de esos muros que te guardan,

para salvarte te aguardan
los brazos de tu don Juan


                Brígida le va leyendo a doña Inés la carta de don Juan y, a medida que va avanzando en la lectura, doña Inés va entrando en "trance amoroso"; las palabras de don Juan encienden en ella la llama del amor. Además, don Juan ejerce sobre doña Inés una especie de chantaje emocional en tanto que le da a conocer que está dispuesto a morir si ella no le acepta. Estamos ante una concepción del amor muy romántica, el amor que solo puede realizarse a través de la muerte, dada la imposibilidad de ese amor por la fuerza del destino, un destino que apunta a la fatalidad ("(...)los destinos de los dos, y en mi alma engendró este anhelo fatal").

En vano a apagarla
concurren tiempo y ausencia,
que doblando su violencia,
no hoguera ya, volcán es.
Y yo, que en medio del cráter
desamparado batallo, suspendido en él me hallo
entre mi tumba y mi Inés

Ante estas palabras, doña Inés se siente desfallecer:

(Doña Brígida)-¿Lo véis, Inés? Si ese horario
                          le despreciáis, al instante
                          le preparan el sudario.
 (Doña Inés)     -Yo desfallezco

                     Por tanto, las palabras de don Juan en esa carta provocan en Doña Inés un efecto extático, que la lleva a extremecerse. El proceso de seducción y encanto amoroso que inquieta el estado de doña Inés corre a cargo del lenguaje, envuelto en adulaciones y requiebros. Constituye, en cierta manera, un proceso de enamoramiento que remitiría a la tradición provenzal del amor cortés en la que los enamorados, al no poderse encontrar por determinados obstáculos (sociales, religiosos, políticos, morales) recurren a métodos como el de la carta, el lazo o el cordón (como el cordón que le da Melibea a Celestina para que se lo entregue a Calisto en señal de aceptación y recepción amorosa). La carta ha constituido a lo largo de los siglos un mecanismo de comunicación íntima y confidencial entre los enamorados y, en Don Juan Tenorio, se recoge esta práctica de acendrada tradición socio-literaria.
 
              El lenguaje se convierte, una vez más en la literatura, en el protagonista que capitanea el proceso de conquista amorosa; la reacción de doña Inés ante la lectura de la carta de don Juan pone de manifiesto el maravilloso poder de la palabra sobre la sensibilidad humana, su capacidad de despertar en nosotros ilusiones y deseos, alegrías y tristezas, desazón e inquietud, sentimientos entrecruzados, tal como experimenta doña Inés: ella desea a Don Juan, pero al mismo tiempo está obligada a permanecer en el convento. Su corazón está dividido entre el deseo y la obligación, un conflicto entre las pasiones y las imposiciones sociales, el más puro y auténtico conflicto del sentir humano.

 







martes, 10 de diciembre de 2013

Las dos caras de la moneda

En España el teatro romántico tuvo su modelo en el teatro francés, y los dramaturgos románticos españoles fabricaron un producto a imitación de los franceses.

Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, o el Don Juan Tenorio, de Zorrilla son dos exponentes de este teatro. El Tenorio es una obra popular, muy conocida y emblemática dentro de la historia del teatro español.

La leyenda de Don Juan surgió en Europa durante la edad media. En el primer tratamiento literario formal de la historia, El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630) de Tirso de Molina, el promiscuo don Juan seduce a la hija de don Gonzalo, jefe militar de Sevilla. Después de matar al militar, acude a su sepulcro e invita cínicamente a la estatua funeraria de su víctima a una cena. La estatua recobra vida, asiste al banquete y le devuelve la invitación. De nuevo ante el sepulcro, la estatua atrapa a don Juan y le arroja al infierno. Hacia 1657, unos actores ambulantes italianos escenificaron la leyenda en Francia en forma de pantomima que, más tarde, sería dramatizada por varios dramaturgos franceses como Molière, que escribió Don Juan o el convidado de piedra, estrenada en 1665. Durante el siglo XVIII Goldoni retomó el tema en su Juan Tenorio o el libertino castigado (1734) y el compositor austro-alemán Mozart compuso con este libreto una de las mejores óperas de todos los tiempos Don Giovanni (1787).

En el siguiente fragmento se nos ofrece una visión del personaje protagonista como un ser impetuoso, arrollador, rebelde, arrogante, burlador, asesino y ante todo, seductor. Tiene una personalidad fogosa y violenta:

Por donde quiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.

Este carácter va a sufrir una transformación gracias a un alma pura, la de doña Inés. Don Juan queda enamorado de doña Inés y de su pureza; y su amor se volverá sincero y su alma se salvará gracias a ella. Doña Inés es ingenua, sencilla y simboliza la fuerza del amor sincero. Es el ideal romántico de la mujer pura, dulce, inocente que consigue transformar al pecador y salvarle por amor.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Supervivencia de un amor sempiterno

           En El Estudiante de Salamanca, poema escrito por José de Espronceda y publicado en 1840, el amor es un asunto, sin duda, muy palpable a través de cada verso cual pétalo de rosa, cual lágrima que se desliza.  El hecho amoroso es una realidad presente fundamentalmente en Elvira, víctima del amor, la pasión, la trágica espera y el abandono; y por otro lado también en don Félix, personaje indiferente a las consecuencias de sus seducciones y sus conquistas, y en realidad ajeno a absolutamente todo.

            Se nos retrata un amor que se ve imposibilitado no tanto por las circunstancias como por la propia voluntad del “Don Juan” de nuestro cuento. Sin embargo, es y será hasta el desenlace un amor que, pese a todo, permanecerá vivo, al menos por parte de ella, de Elvira, desdichado ángel puro de amor. Nuestra protagonista cedió en su día a la pasión de don Félix y luego quedó a solas con su desierto, en una esfera yerma y árida que aspiró a desolar sus ilusiones, sentimientos y esperanzas que tan sólo la muerte supo únicamente acallar, pues no obstante ella parece perdonarle su indiferencia y lo ama a pesar del daño que la llevó a morir por amor.  Se entona así un canto de amor pasional y angustioso, desdichado, desesperado e inalcanzable que sin embargo no acaba por consumirse nunca en el corazón de Elvira, dando fin a su vida terrenal:

            ¡Qué me valen tu calma y tu terneza,                “Y si tal vez mi lamentable historia

            tranquila noche, solitaria luna,                           a tu memoria con dolor trajeres,

            si no calmáis del hado la crudeza,                       llórame, sí; pero palpite exento

            ni me dais esperanza de fortuna!                      tu pecho de roedor remordimiento.

            ¡Qué me valen la gracia y la belleza,     “Adiós por siempre, adiós: un breve instante

            y amar como jamás amó ninguna,                    siento de vida, y en mi pecho el fuego

            si la pasión que el alma me devora                  aun arde de mi amor; mi vida errante

            la desconoce aquel que me encanta!                 […]”.


            De ahí que vinculemos, ya inevitablemente, al amor con la misma muerte y con la misma vida, como advertimos a continuación:

            Murió de amor la desdichada Elvira,        Una ilusión acarició su mente,

            cándida rosa que agostó el dolor,            alma celeste para amar nacida;

            süave aroma que el viajero aspira             era el amor de su vivir la fuente,

            y en sus alas el aura arrebató.                 estaba junto a su ilusión su vida.

            […]


            Si deducimos que aquella disimulada figura esquelética y engalanada que se le presenta a don Félix no es el diablo disfrazado sino la propia Elvira, entonces ello nos justificaría el culmen del amor hasta entonces aplacado, un final feliz, al menos para ella, a través del reencuentro con su amado, haciéndose literalmente su esposa.

            […] Se acerca y le dice, su diestra tendida,           que enlaza en sus brazos dichosa,

            que impávido estrecha también Montemar:         por siempre al esposo que amó.

            “Al fin la palabra que disteis, cumplida,              Su boca a su boca se junte,

            doña Elvira, vedla, vuestra esposa es ya:             y selle su eterna delicia,

            […]”                                                                       süave, amorosa caricia

            “Cantemos, dijeron sus gritos,                             y lánguido beso de amor.

            la gloria, el amor de la esposa,                              […]”


            Podríamos correr el jugoso riesgo de interpretar este amor con resultados del todo macabros en su desenlace, como podemos observar en los mismos versos de este poema narrativo.

            A modo de conclusión, extraemos la idea del amor como superviviente de las tormentas del desamor y de las lluvias tempestuosas del desengaño; un amor tan sólo nutrido de la esperanza y la espera.
 
 

Rostros de un proceder

            Interpretar una obra es como cuando, en una noche completamente abierta y resplandeciente, intentas concentrarte únicamente en una estrellita sin que tus ojos se dejen llevar por las que estén a su alrededor, pues también forman parte del cielo, están ahí y no puedes hacerlas desaparecer; sería prácticamente imposible.

            Quizá nos ocurra lo mismo cuando procuramos dar forma a algo, pues irán influyendo en nosotros diversos elementos a la hora de forjarla. Ello sucede con la mayoría de las cosas en nuestro día a día y también sucedió en su momento cuando José de Espronceda elaboró El Estudiante de Salamanca. Con esto nos referimos a los diversos escritores, libros y leyendas que penetraron por completo o como casi de reojo en la creación de dicha obra, tales como los mitos del Burlador, del estudiante Lisardo, del Don Juan Tenorio y de Miguel Mañara; los libros San Franco de Sena, de Moreto, El Rufián dichoso, de Cervantes, y el Don Juan, de Byron, entre muchos otros. Todo ello constituyó una enriquecida fuente de inspiración que orientaría a Espronceda en la senda hacia su objetivo final, hacia su intrépida obra “donjuanesca”, en pleno Romanticismo español.

            Después de lo anteriormente dicho, me cabe insinuar que mi interpretación, fuera a parte de que es la que yo le de, estará si a caso ligeramente alimentada y modelada por las ya existentes. Ahora bien, seguirá siendo mi elección y mi punto de vista, por tanto.

            Podemos partir de muchísimos puntos y aspectos del cuento: actitud de Elvira ante la pasión, destino de D. Diego de Pastrana y de D. Félix de Montemar, maniqueísmo, cielo, infierno, engaño a los ojos del lector, espacios de niebla en el poema, etc. Y así podríamos seguir. Sin embargo, comenzaremos por el final:

                        […] que era pública voz que llanto arranca

                        del pecho pecador y empedernido,

                        que en forma de mujer y en una blanca

                        túnica misteriosa revestido,

                        ¡aquella noche el diablo a Salamanca

                        había, en fin, por Montemar venido!!...

                        Y si, lector, dijeredes ser comento,

                         como me lo contaron te lo cuento.

            Bajo mi perspectiva, podemos aceptar lo que nos desvelan estos últimos versos y percibir que aquella dama era en realidad el diablo disfrazado que se llevaría a don Félix de Montemar, lo cual identificaríamos como la versión más tradicional y popular; o bien, podemos también ahondar un poco más y tropezarnos con las diversas contradicciones y con esa mezcolanza de imágenes entre infierno, tierra y cielo, entre unos personajes y otros, entre realidad y fantasía sobrenatural…

            En cualquier caso, sólo me cabe deducir que se nos presenta una figura que lucha empedernidamente y sin arrepentimiento alguno por caminar a contracorriente, pese al destino que esta actitud le conduzca: ya a volar libremente por el mundo, ya a cometer atrocidades como romper corazones llenos de inocencia y pureza, ya a estar confinado a una novia cadáver en aquel submundo por su impiedad, arrogancia, incredulidad y prepotencia.

                                               Segundo don Juan Tenorio

                                               alma fiera e insolente,

                                               irreligioso y valiente

                                               altanero y reñidor,

                                               siempre el insulto en los ojos

                                               en los labios la ironía,

                                               nada teme y todo fía

                                               de su espada y su valor

                                               […]

                                                   En Salamanca famoso

                                               por su vida y buen talante,

                                               al atrevido estudiante

                                               le señalan entre mil;

                                               fueros le da su osadía,

                                               le disculpa su riqueza,

                                               su generosa nobleza,

                                               su hermosura varonil.

                                                  Que su arrogancia y sus vicios,

                                               caballeresca apostura,

                                               agilidad y bravura

                                               ninguno alcanza a igualar;

                                               que hasta en sus crímenes mismos,

                                               en su impiedad y altiveza,

                                               pone un sello de grandeza

                                               don Félix de Montemar.

            Es, al fin y al cabo, una estampa que representa con bravura y agudeza el papel de hombre romántico que se revela contra la divinidad y vaga rompiendo los silencios en una sociedad sepulcral y fantasmagórica, contradictoria, yerta y muerta para él.