El “Don Juan” ha sido una estampa
con muchísimo recorrido en el Romanticismo, especialmente, sirviendo de foco
central para la dramaturgia del momento: Macías,
de Larra, La conjuración de Venecia,
de Martínez de la Rosa, Don Álvaro o la
fuerza del sino, del duque de Rivas, El
trovador, de García Gutiérrez, Los
amantes de Teruel, de Hartzanbusch, o incluso El estudiante de Salamanca, de José de Espronceda. No obstante,
José Zorrilla dará un sorprendente vuelco a dicho personaje en su Don Juan Tenorio, como veremos.
Desde el principio, Zorrilla
concibió su obra intensamente cristiana, en comparación con el resto de representaciones paganas del
romanticismo de su época, y ello lo observamos abiertamente desde la concepción
del amor por parte del autor. En el Don
Juan Tenorio, el amor romántico comienza adoptando forma de poder, rebelión
y fuego, así como una liberación de los poderes del Antiguo Régimen. Sin
embargo, lo que Zorrilla acabará defendiendo no es el incendio de amor, ni el
volcán violento, pese a que ello tenga mucha presencia en el alma del drama,
sino que apuesta por el concepto tradicional de amor puro, casto y espiritual
del Antiguo Régimen. De este modo, en el desenlace descubrimos la salvación
redentora no sólo ya de un amor romántico, sino más bien de una sociedad
ordenada y de una salvación cristiana de la misma. Así pues, hay algo más que
pasión y rebeldía desenfrenada.
Para nuestro análisis, nos
centraremos fundamentalmente en nuestro “Don Juan”, en don Juan Tenorio. En un
principio, somos testigos de unos versos que lo retratan según el canon de
héroe romántico: es, ante todo, un rebelde por naturaleza, además de orgulloso
y egocéntrico; ama a muchas mujeres, mata por gusto, no acepta las
restricciones sociales (representadas por ejemplo en las potestades de don
Diego y don Gonzalo); lo motivan la arrogancia, el lujo, la codicia y la
aventura; desafía a quien sea para alcanzar sus metas, sin respetar ni temer a
nada ni a nadie; a veces se ve en necesidad de ir embozado para huir de las autoridades,
etc. Sin embargo, advertimos poco a poco puntos que lo separan de este
prototipo romántico: por ejemplo, tiene fortuna y prestigio, y al principio no
es presentado como un personaje noble, obediente e inocente, sino que se expone
su maldad, sus crímenes y sus pecados, sin tapujos; se muestra al personaje tal
cual es:
Por
donde quiera que fui, Yo a
las cabañas bajé,
la razón atropellé, yo a los palacios
subí,
la virtud escarnecí, yo los claustros
escalé,
a la justicia burlé y en todas
partes dejé
y a las mujeres vendí. memoria amarga de mí.
No obstante, lo que realmente
distinguirá a Don Juan Tenorio, a diferencia de los otros “Don Juanes”, es la
novedosa actitud que tomará a partir de las últimas escenas de la primera parte
y toda la segunda parte, consecuencia de la vuelta al Antiguo Régimen por parte
del autor, que pretende transmitir un mensaje confortable y religioso. La trayectoria de nuestro protagonista
circulará del mal al bien, de lo negativo a lo positivo, de la frustración a la
esperanza, de la criminalidad a la bondad, de la insurrección a la humildad, al
contrario que los tradicionales héroes románticos y contemporáneos a él.
Por otro lado, su memorable
arrepentimiento al final, que cancela la rebelión romántica y lo transforma
paradójicamente en ángel, mensajero de la esperanza y de la Buena Nueva. Don Juan es víctima, podríamos llegar a decir
que hasta mártir, no sólo de un amor ardiente y apasionado, más tarde
incontrolable y violento, sino también de su naturaleza, de un destino trágico
en el fuego infernal. Cuando entra en el
panteón de su familia, ese volcán de amor sufre una serie de transformaciones:
parte de ser una imagen cuyo poder lo amenaza y confunde a luego convertirse en
un fuego purificado y en cierto modo místico por la Fe sólo gracias a su
arrepentimiento y a la intervención redentora de doña Inés. Y es que lo único
que puede dominar el fuego volcánico y explosivo es la vuelta al bien, al amor
espiritual y divino.
¡Aparta, piedra fingida! da a un alma la
salvación
suelta, suéltame esa mano, de toda una eternidad,
que aún queda el último grano yo, Santo Dios, creo en Ti;
en el reló de mi vida. si es mi
maldad inaudita,
Suéltala, que si es verdad tu piedad es
infinita…
que un punto de contrición ¡Señor, ten piedad de
mí!
A modo de conclusión, señalemos que,
aunque no a simple vista, don Juan Tenorio jugó un papel realmente trascendente
en la renovación de la figura predeterminada del protagonista romántico,
aceptando y adoptando en sí y para sí todo aquello contra lo que luchaba el
héroe contemporáneo a él. Es, en
definitiva, el paso del héroe romántico al gentilhombre que navega a
contracorriente, surcando los océanos literarios del incipiente siglo XIX.

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