domingo, 15 de diciembre de 2013

Amor, fuego abrasador

            El amor ha sido, es y será siempre un asunto esencial de la vida de cada ser humano, forjándola y conduciéndola por sus diversas sendas, unas más halagüeñas y favorables que otras. Nosotros concentraremos nuestra atención en la historia que acaba germinando entre doña Inés y don Juan Tenorio, regada y nutrida por una apuesta, una osadía, una pirómana pasión, una pura e inocente alma, unos años de silencio y una viva esperanza al final… Sí, hablamos de una revolucionaria obra en el contexto romántico; hablamos del Don Juan Tenorio, drama escrito por José Zorrilla cuya primera edición fue publicada en 1844, seguida de tres tiradas nuevas en 1845, 1846 y 1849.

            Observamos cómo el amor se va transformando y cobrando forma y fuerza conforme la obra va simultáneamente creciendo y dando sus primeros pasos. Si pudiéramos reunir todo el contenido amoroso de este drama religioso, usaríamos la palabra fuego, y con ella todos sus derivados: hoguera, chispa,  llama, volcán, imágenes pirotécnicas que reflejan la intensidad de la pasión amorosa o, por el contrario, un inevitable y eterno tormento.

            Siguiendo las huellas del catedrático David T. Gies, descubrimos al fuego como punto central en esta ficción, actuando como casi un personaje con  suficiente poder como para manejar a su antojo la voluntad de los protagonistas. Es un elemento que puede ser tan abrasador y purificador como condenatorio e infernal, una llama amorosa o un sol ardiente cuyo refulgente albor crece hasta transformarse en algo terrible y voraz. Advertimos esta fogosidad, por ejemplo, en la carta y en las palabras de amor que ésta incluye, quemando asimismo la inocencia de doña Inés:

            Ay, se me abrasa la mano                              (Lee)
            con que el papel he cogido.                                       “En vano a apagarla
            […] No sé… El campo de mi mente              concurren tiempo y ausencia,
            siento que cruzan perdidas                            que doblando su violencia,
            mil sombras desconocidas                             no hoguera ya, volcán es.
            que me inquietan vagamente;                         Y yo, que en medio del cráter
            y ha tiempo al alma me dan                           desamparado batallo,
            con su agitación tortura.                                suspendido en él me hallo
                                                                                    entre mi tumba y mi Inés”.

            Todo tendría su origen en una fortuita chispa, en una pequeña hoguera, en algo tan sencillo e insignificante como una llamita que, casi sin poder advertirlo a tiempo, ya ha crecido y en un incontrolable fuego se ha convertido. He aquí la naturaleza del amor, un recorrido in crescendo:

            De amor con ella en mi pecho                        y esta llama que en mí mismo
            brotó una chispa ligera,                                  se alimenta inextinguible,
            que han convertido en hoguera                      cada día más terrible
            tiempo y afición tenaz;                                   va creciendo y más voraz.

            Durante el Barroco, este fuego se entiende como una irrupción diabólica, una ruptura de leyes divinas y humanas que constituyen el mundo ético y creador de la cultura. Sin embargo, en el Romanticismo nos encontramos con un fuego explosivo, un yo satánico, una rebelión triunfante sobre el ideal de sumisión; el fuego ha pasado del caído espíritu de Satanás al alma gloriosa del héroe romántico.

            Doña Inés, a diferencia de las protagonistas heroínas del Romanticismo, posee la esencia del amor cristiano. Es decir, su amor no es un trivial amor de mujer, sino un amor de caridad cristiana, por lo que aquí el mismo amor ha dado un paso más en su progreso, no se ha quedado en lo prácticamente carnal. De este modo, vemos en doña Inés a una mujer resignada, generosa e inocente, a un alma que se sacrifica por un amor incondicional. Después de ser seducida por don Juan Tenorio, será ella quien se “queme”, no el convento. Y en cuanto a esto último, es muy curioso que don Juan Tenorio salvase a doña Inés de las “llamas” de aquel convento, pues mucho más tarde, en el desenlace de la obra, es Inés quien salva a don Juan del fuego infernal.

            Por otro lado, nuestro don Juan Tenorio, consciente del poder de seducción de sus palabras. Ya desde el comienzo del drama, nuestro protagonista aparece tremendamente enraizado con el fuego, la luz y el volcán, que más tarde lo transformarían en ceniza en la última extinción de su misma existencia. En definitiva, Don Juan es el propio fuego y su alma es propiamente una copa de ardor y perversidad. Hay personajes que lo testifican, tales como el escultor, que tomará la palabra en la segunda parte y dice: “Tuvo un hijo este don Diego / peor mil veces que el fuego, / aborto del abismo”.  Don Juan corre paradójicamente el riesgo de condenarse a ser fuego y a arder eternamente en esta forma después de haber usado precisamente el fuego para seducir a doña Inés.  Zorrilla evitará que don Juan acabe condenándose y transforma el fuego condenatorio e infernal en un fuego divino y purificador. Así, nuestro protagonista reconoce su culpa arrepentido y acepta la gracia divina en forma del amor de doña Inés, la cual resurge de su sepultura y le tiende una mano para salvarlo, la misma mano que se abrasó con aquella carta años atrás… Y es entonces cuando le damos paso a la magia…

            Cae don Juan a los pies de doña Inés, y mueren ambos. De sus bocas salen sus almas representadas en dos brillantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música. Cae el telón.


            Únicamente nos cabría añadir que doña Inés y don Juan Tenorio, víctimas de la piromanía de su creador, José Zorrilla, dejaron que las llamas de la pasión encendieran sus almas hasta que en mismas llamas ascendieron al cielo.


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