El
amor ha sido, es y será siempre un asunto esencial de la vida de cada ser
humano, forjándola y conduciéndola por sus diversas sendas, unas más halagüeñas
y favorables que otras. Nosotros concentraremos nuestra atención en la historia
que acaba germinando entre doña Inés y don Juan Tenorio, regada y nutrida por
una apuesta, una osadía, una pirómana pasión, una pura e inocente alma, unos
años de silencio y una viva esperanza al final… Sí, hablamos de una
revolucionaria obra en el contexto romántico; hablamos del Don Juan Tenorio, drama escrito por José Zorrilla cuya primera
edición fue publicada en 1844, seguida de tres tiradas nuevas en 1845, 1846 y
1849.
Observamos cómo el amor se va
transformando y cobrando forma y fuerza conforme la obra va simultáneamente
creciendo y dando sus primeros pasos. Si pudiéramos reunir todo el contenido
amoroso de este drama religioso, usaríamos la palabra fuego, y con ella todos sus derivados: hoguera, chispa, llama, volcán,
imágenes pirotécnicas que reflejan la intensidad de la pasión amorosa o, por el
contrario, un inevitable y eterno tormento.
Siguiendo las huellas del
catedrático David T. Gies, descubrimos al fuego como punto central en esta ficción,
actuando como casi un personaje con
suficiente poder como para manejar a su antojo la voluntad de los
protagonistas. Es un elemento que puede ser tan abrasador y purificador como
condenatorio e infernal, una llama amorosa o un sol ardiente cuyo refulgente
albor crece hasta transformarse en algo terrible y voraz. Advertimos esta
fogosidad, por ejemplo, en la carta y en las palabras de amor que ésta incluye,
quemando asimismo la inocencia de doña Inés:
Ay, se me abrasa la mano (Lee)
con que el papel he cogido. “En vano
a apagarla
[…] No sé… El campo de mi mente concurren tiempo y ausencia,
siento que cruzan perdidas que doblando su
violencia,
mil sombras desconocidas no hoguera ya,
volcán es.
que me inquietan vagamente; Y
yo, que en medio del cráter
y ha tiempo al alma me dan desamparado batallo,
con su agitación tortura. suspendido en él
me hallo
entre
mi tumba y mi Inés”.
Todo tendría su origen en una
fortuita chispa, en una pequeña hoguera, en algo tan sencillo e insignificante
como una llamita que, casi sin poder advertirlo a tiempo, ya ha crecido y en un
incontrolable fuego se ha convertido. He aquí la naturaleza del amor, un
recorrido in crescendo:
De amor con ella en mi pecho y esta llama que en mí
mismo
brotó una chispa ligera, se alimenta inextinguible,
que han convertido en hoguera cada día más terrible
tiempo y afición tenaz; va creciendo
y más voraz.
Durante el Barroco, este fuego se
entiende como una irrupción diabólica, una ruptura de leyes divinas y humanas
que constituyen el mundo ético y creador de la cultura. Sin embargo, en el
Romanticismo nos encontramos con un fuego explosivo, un yo satánico, una
rebelión triunfante sobre el ideal de sumisión; el fuego ha pasado del caído
espíritu de Satanás al alma gloriosa del héroe romántico.
Doña Inés, a diferencia de las
protagonistas heroínas del Romanticismo, posee la esencia del amor cristiano. Es
decir, su amor no es un trivial amor de mujer, sino un amor de caridad
cristiana, por lo que aquí el mismo amor ha dado un paso más en su progreso, no
se ha quedado en lo prácticamente carnal. De este modo, vemos en doña Inés a
una mujer resignada, generosa e inocente, a un alma que se sacrifica por un
amor incondicional. Después de ser seducida por don Juan Tenorio, será ella
quien se “queme”, no el convento. Y en cuanto a esto último, es muy curioso que
don Juan Tenorio salvase a doña Inés de las “llamas” de aquel convento, pues
mucho más tarde, en el desenlace de la obra, es Inés quien salva a don Juan del
fuego infernal.
Por otro lado, nuestro don Juan
Tenorio, consciente del poder de seducción de sus palabras. Ya desde el
comienzo del drama, nuestro protagonista aparece tremendamente enraizado con el
fuego, la luz y el volcán, que más tarde lo transformarían en ceniza en la
última extinción de su misma existencia. En definitiva, Don Juan es el propio
fuego y su alma es propiamente una copa de ardor y perversidad. Hay personajes
que lo testifican, tales como el escultor, que tomará la palabra en la segunda
parte y dice: “Tuvo un hijo este don Diego / peor mil veces que el fuego, /
aborto del abismo”. Don Juan corre
paradójicamente el riesgo de condenarse a ser fuego y a arder eternamente en
esta forma después de haber usado precisamente el fuego para seducir a doña
Inés. Zorrilla evitará que don Juan
acabe condenándose y transforma el fuego condenatorio e infernal en un fuego
divino y purificador. Así, nuestro protagonista reconoce su culpa arrepentido y
acepta la gracia divina en forma del amor de doña Inés, la cual resurge de su
sepultura y le tiende una mano para salvarlo, la misma mano que se abrasó con
aquella carta años atrás… Y es entonces cuando le damos paso a la magia…
Cae don Juan a los pies de doña
Inés, y mueren ambos. De sus bocas salen sus almas representadas en dos
brillantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música. Cae el
telón.
Únicamente nos cabría añadir que
doña Inés y don Juan Tenorio, víctimas de la piromanía de su creador, José
Zorrilla, dejaron que las llamas de la pasión encendieran sus almas hasta que
en mismas llamas ascendieron al cielo.

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